Toribio hacía años que ya no iba haciendo el pardillo. Había aprendido, a base de golpes de cayado. Pero la envidia continuaba devorándolo.
Lo encontró paseando por la Alameda. Con el fin de celebrarlo, se instalaron en la terraza del Zúrich. Un té con limón muy frío, ¿y tú?
—A mí, tráeme un agua con gas, por favor.
—Tío, ¿cómo te va la vida? Cuánto hacía que no nos veíamos, desde…
—… 2009. Julio de 2009 —concretó Ovidio, con un chisporroteo de burbujas en la mirada.
—¿Y qué la literatura? ¿Todavía escribes?
—Pues mira, precisamente de eso te quería hablar… Sabes, este San Jorge he ganado cuatro premios. ¡Y con el mismo relato!
—¡No fastidies! ¿De veras? Felicidades, chaval; estás imparable…
Ante el repentino rubor de Ovidio, Toribio le hurgó el orillo.
—Pero deja alguno para los demás, ¡acaparador!
—Ya ves… Es la primera vez que gano uno. Un golpe de suerte, supongo. Quizá nunca más vuelva a ganar uno. ¿Y tú?
—¿Yo? De momento nada. La verdad es que tampoco me he presentado a muchos. Tengo miedo. Me parece que todavía no estoy suficientemente preparado. Me falta una buena historia. Un relato que reviente los concursos literarios. Uno como el tuyo. A propósito, ¿de qué va? —le planteó Toribio mientras sorbía la última gota helada de té.
—Mira, es un… Oye, no me lo querrás robar, ¿verdad?
—¿De qué vas? ¿Por quién me has tomado, Ovidio?
—Lo siento. Me he pasado. Tienes razón, perdóname. Pero es que he oído cosas que…
—Tío, que yo siempre he ido de legal. ¿No me conoces todavía? ¿Te fallé alguna vez en el Aula?
—No, que yo recuerde…
—Siempre te dejaba leer mis ejercicios, antes que a nadie. ¿No éramos sparrings?
—Sí… No me hagas caso, de verdad…
—¿Otra ronda?
—Pagas tú.
Durante 10 escasos minutos, Ovidio le contó el relato con todo detalle. Era bueno, muy bueno. No le extrañaba para nada que hubiera sido premiado. Multipremiado. Se notaba de una hora lejos que el chico había trabajado muchísimo, que se había metido todo él, que se había olvidado de los factores ajenos, como las amigas, los colegas, el fútbol. Llegaría arriba del todo. Nadie podría pararlo. Si no le ocurría una desgracia, se convertiría en la nueva estrella de la literatura española. Y aquel relato era la muestra.
—Impresionante, chaval. Me has dejado patidifuso, te lo aseguro.
—Gracias, Toribio. Eres un buen amigo.
—De nada. Por cierto, ¿quieres que me lo mire? No me costaría nada, si quieres… Te lo digo, más que nada, porque siempre te encontraba alguna faltita que otra…
—Tienes razón. Siempre has sido mejor que yo en la ortografía. Ten, estás de suerte, llevo un ejemplar. Justo ahora iba a la copistería de Talleres para hacer una docena de juegos. Esta semana se acaba el plazo de tres concursos, uno en…
Ya no lo escuchaba. Solo sentía cómo se abría la carpeta, cómo los cuatro folios le acariciaban las manos, cómo su apellido era llamado a un escenario. En un ramalazo de última hora, Toribio agarró del hombro a su conocido literario y le preguntó:
—Oye, ¿has ido alguna vez al Registro? Me parece que está por Calabria…
—Lo han cambiado de sitio, ahora está en Muntaner, arriba del todo. No he ido, todavía. Cuando tenga los 10 primeros relatos haré una antología y los llevaré. Cobran 3 € y pico por original. Si quieres, podemos ir juntos. ¿Qué dices?
—Por supuesto. Llámame. Me hará mucha ilusión acompañarte. Cuídate, Ovidio. Hasta luego...
Hasta nunca. La historia que minutos antes le había narrado el inocente de Ovidio le estaba revolviendo el entendimiento. Era superbo, armonioso, perfecto. Ningún error, ni uno. La acción de los personajes era la justa. Y eso que el relato era de los de vísceras y sangre, los más difíciles de mesurar. Aquel psicópata de las sandalias de goma era el asesino más original que había visto en la vida.
No se arrepentía de nada. Si no lo hubiera hecho él, se habría aprovechado otro.
Cuando solo faltaban cinco minutos para las nueve, Toribio, hecho una peonza, malhumorado y ojeroso, esperaba que algún funcionario tocanarices se dignase a abrir la puerta principal del Registro de la Propiedad Intelectual. Un cuarto de hora más tarde salió vomitando. Fue, de cabeza, al lavabo del bar de la esquina. Todavía le resonaban las orejas cuando la funcionaria le había preguntado: ¿Es usted el autor?
Y él había contestado: Sí, yo mismo.
Aliviado tanto del estómago como del amor propio, Toribio corrió hacia la imprenta que estaba en Vía Augusta con la Diagonal, donde las hacían a mejor precio. Con cincuenta copias, para ir haciendo boca, tendría suficiente. Antes del verano podía ganar un buen puñado de premios. Las vacaciones le saldrían gratis.
No había cola, mejor. Un rótulo fluorescente donde se leía NO FOTOCOPIAMOS LIBROS le recordaba la diversidad de delitos derivados de la literatura, de la buena literatura; como el relato breve que abrazaba contra el pecho. De repente, el cielo se cubrió con una bandada de nubes de tormenta y la claridad de la mañana se difuminó un segundo antes de que la dependienta le solicitara la cantidad. Cincuenta, gracias.
Después de abonar el importe, Toribio, empollado por el calor de las hojas acabadas de imprimir, se dirigió hacia su casa, medio Ensanche allá. Esa misma tarde empezaría a enviarlo a todos los concursos de relatos cortos. Si lo encogía, le quedaban tres y media, y si lo estiraba, siete. Así optaría a mucho más dinero.
Respiraba una fragancia nueva, diferente. Como de tinta tierna. Un delgado deje a librero de viejo. A quiosco de domingo. Inmediatamente, se conectó a Internet y listó las bases de los premios que terminaban plazo antes de acabar el mes. Catorce. A lo mejor haría corto. Si era necesario, volvería a bajar.
Se empecinó con el teclado, la pantalla y la impresora durante un par de horas. El olor a librería al mayor se iba expandiendo, cadenciosamente, hacia todos los rincones de su estudio. Se sentía impregnado. Pensó que era el aroma del éxito, de la primera publicación, del primer cheque al portador.
Al cabo de tres años, El asesino de las sandalias de goma había ganado todos los premios habidos y por haber. Todavía no se lo habían publicado. Pero una editorial, la más prestigiosa, le había ofrecido un contrato millonario si era capaz de escribir nueve relatos más y presentarlos en una antología cerrada.
Se recluyó en su estudio durante un mes entero. Recuperó historias inacabadas del cajón. Incluso escribió de nuevas. Otros relatos sobre asesinatos, también protagonizados por el mismo perturbado. Ahora una novela. Alargó el cuento original de Ovidio tanto como supo. Y se salió con la suya bastante bien, por no haber incubado nunca ese argumento de película.
Gracias a la operación de márquetin de la editorial, el libro se vendió, se reeditó cuatro veces y triunfó en el mercado. Acababa de nacer una estrella.
Entonces fue cuando Ovidio volvió desde las tierras del olvido.
No le hizo mucho caso. Explicó el suceso al editor, pero al revés. Este le recomendó que dejara esa anécdota en manos de sus abogados. No llegó a asistir al juicio; se suicidó media hora antes.
La muerte de Ovidio no tuvo demasiada trascendencia. En cambio, la desconocida —hasta ese momento— cara de Toribio Amer empezaba a escalar posiciones en el ranquin de figuras multimedia del mes. Entrevistas, coloquios, apariciones fugaces en tertulias sobre la narrativa contemporánea española. Ya le exigían una segunda entrega. Otro superventas, le auguraban. Y se puso a ello con todos los sentidos y un borrador de superflua genialidad literaria.
Esa vez, sin embargo, le costó una eternidad arrancar la historia, la continuación de El asesino de las sandalias de goma, la segunda parte de la saga que un millón de lectores ya reclamaban en la librería de su barrio. Se había bloqueado. Aquel personaje estaba saturado. Era un relato y ya está. Y además no era ni de él. Pero eso nadie lo podía demostrar. Ni Ovidio, que debía estar maldiciéndole desde la tumba. Es ley de vida, qué quieres que te diga…
Se castigó sin comer. No se metería nada por la garganta hasta que la inspiración lo sacudiera y escupiera, como mínimo, un capítulo. Dos rayas. A la tercera, borraba el párrafo y volvía. Se durmió. En una mano, el ratón; en la otra, su talismán: el original encuadernado robado a Ovidio.
Oía como alguien abría y cerraba cajones de la cocina. Pero él no podía hacer nada para impedirlo. Lo habían atado con los cables del ordenador y le habían tapado la boca con los capítulos desestimados y precinto, del grueso. Un zumbido de electrodoméstico le angustió. Frenético, jadeaba sin entender una jota de aquel macabro escenario. Un sonido blando, mullido, irascible, lo alertó. Delante de él, impertérrito, un desconocido, unas acciones esparcidas que se le acercaban. Aquel personaje no podía hablar de ninguna de las maneras. No disponía de voz propia. Pero encendió el botoncito del cuchillo eléctrico. Toribio, por su parte, ahogado de pánico, resistió los tres primeros desgarros. Al cuarto, decidió que ya había luchado bastante y se concentró, única y exclusivamente, a contemplar las sandalias de goma que se maculaban de los borbotones de sangre que goteaban de su magullado cuerpo.
Sobre el autor:
Octavi Franch (Barcelona, 1970) Escritor de todos los géneros y formatos, ha publicado 80 libros y ganado 100 premios literarios. Desde 2015, ha estado reeditando su obra en catalán y publicándola en español e ingles. Además es dramaturgo, guionista audiovisual y articulista.
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