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Cruce de vías


Viví hasta mis doce años en una ciudad pequeña crecida a partir de un nudo ferroviario. Parte de las horas que Madre dedicaba a atender la boletería y Padre la cabina de señales yo solía apostarme en la pasarela tendida sobre la playa de maniobras para observar el ir y venir de los trenes. Era ese laberinto de rieles el punto de encuentro de dos ramales, que llamábamos el norte-sur y el este-oeste, aunque el del norte se desviaba un tanto al noroeste y el del este se quebraba notoriamente hacia el sudeste.


El tren que circulaba en sentido norte sur parecía recién salido de fábrica. Dejando adivinar el olor de pintura fresca se deslizaba por los rieles con un rumor parejo y agradable. Desde el estribo de la locomotora el guarda, luciendo sombrero de copa y librea escarlata saludaba agitando la bandera verde con el monograma dorado de la empresa. El maquinista, empuñando una pistola de boca ancha, disparaba cada tanto bengalas fucsias o amarillas. Al divisarme los pasajeros agitaban con inexplicable júbilo pañuelos y tricornios. La sirena que lo anunciaba reproducía la frase inicial de Rhapsody in Blue. Sólo oírlo llegar desde el punto del horizonte en que las vías convergen, verlo aumentar velozmente de tamaño y pasar raudo bajo la pasarela para ir decreciendo en la dirección opuesta, me hacía partícipe de una breve fiesta que se reanudaba cada quince minutos.

El que circulaba en sentido inverso, en cambio, ostentaba manchas de herrumbre y hollín, chorreaduras de grasa, raspones como cicatrices mal curadas, grafitis ilegibles o indescifrables. Parecía estar dotado de ruedas octogonales que golpeteando el acero hacían evocar el taller de forja de los infiernos. Tras los vidrios astillados o ausentes los pasajeros dormían o fingían haber muerto. A falta de parabrisas, el maquinista iba embozado con trapo negro y antiparras, mientras que el guarda, perpetuamente ebrio, dirigía groserías a quienes aguardaban en los cruces a nivel. A su paso iba dejando un reguero de botellas plásticas, cartones, cadáveres de humanos y animales, neumáticos descartados. Una vagoneta, que llamábamos “la basurera” lo seguía recogiendo aquellos rezagos. Por aquellos días una nueva gerencia se había propuesto mantener a toda costa el buen aspecto de la red.

De este a oeste transitaban exclusivamente formaciones remolcadas por locomotoras de vapor. Toscos simulacros de pasajeros, ataviados con trajes de época, habían sido instalados tras las ventanillas, mientras un muñeco inflable que se bamboleaba convulsivamente, tiznado de pies a cabeza, oficiaba de maquinista. Cada tanto, con estruendoso flush, la válvula soltaba una espesa nube de vapor blanquísimo que por un instante se imponía a la negrura del humo que soltaba a borbotones la chimenea. Al pasar bajo la pasarela me envolvía repentinamente su noche bituminosa en estrépito de silbato y campanadas.


El que procedía del oeste era enteramente blanco y se deslizaba sin producir el menor sonido. Por momentos se desvanecía en el aire y luego de varios intentos recobraba su forma, aunque con algunas diferencias, como si le costara recordarla. Maquinista, guarda y pasajeros eran figuras pálidas, casi traslúcidas, sin relieve, que parpadeaban como personajes de viejas películas.


Me intrigaba que cada una de aquellas formaciones circulara en un sólo sentido, como si las vías se interrumpieran al filo de un abismo donde iría a concluir su único viaje, mientras que desde la otra punta fábricas enloquecidas despachaban uno tras otro nuevos trenes. O como si entre una aparición y otra recorrieran un circuito ignorado por los mapas, antes de reaparecer en el punto del horizonte que les había sido asignado por la hoja de horarios. Lo cierto es que habiendo anotado día tras día el número estampado en el frente de cada convoy debí ceder a la evidencia de que no se repetían. Y suponer que en algún punto del trayecto alguien lo sustituyera por el correlativo siguiente parecía un exceso de fantasía.


Una tarde me vi, como en un sueño, acodado en el vagón de cola del tren de vapor. No había crecido. Me reconocí por aquel suéter de rombos verdes y amarillos que llevo puesto en la foto desteñida de mi sexto cumpleaños. Al divisarme saludó con las dos manos, alborozado. La sorpresa hizo que no atinase a responderle. Con una tristeza que no me abandona lo vi hundirse para siempre en el horizonte.


Tiempo después la decisión oficial que eliminó el servicio ferroviario nos obligó a mudarnos a una ciudad grande.


Nunca más volvería a la pasarela que, me cuentan, ha sido desmantelada.

 

Sobre el autor:


Ernesto Tancovich (Buenos Aires, 1945) Escribe desde 2014, por lo tanto autor tardíamente novel y prematuramente póstumo. Entre otras distinciones: Finalista Provincia de Córdoba. Cuatro veces finalista Universidad Bonaventuriana de Cali. Premio Bioy Casares 2018. Publica asiduamente en revistas de Argentina, México, Colombia, Venezuela, España y EEUU.



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