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Salvatierra

Hubo un tiempo en el que una guerra ocurrió y a las almas del pueblo de Salvatierra las oprimió la desesperanza y el miedo. Sus hogares no serían más que una ilusión si la guerra tentaba aquel lugar. No entendí el miedo que vivió mi familia hasta que crecí y me di cuenta por mí mismo.


Yo era un niño a punto de hacerse víctima del dolor de crecer y ver marcharse mis amistades. Recuerdo que jugábamos a patear las pequeñas y redondas piedras en el templo del Carmen, en el centro del pueblo. El templo era una construcción fascinante a mis ojos infantes. Su piedra y sus altas paredes, aunado a los jardines que lo rodeaban, me hacía imaginar que era un castillo en donde las batallas más feroces ocurrían.


Aurora, recuerdo que sus ojos azules brillaban aún en la tenue oscuridad de la falda del palacio. Ella y yo jugábamos junto a Julián y los hermanos de cada uno a la dichosa guerra, historias de disparos y cabalgatas llenas de heroísmo y liberación. Nunca olvido que mis manos temblaban y mi piel se ponía de gallina al oírlas pronunciadas por el abuelo. Historias que seguramente otros ancianos cansados le habían contado a él, y a su vez los viajeros insurgentes buscando posada se las habían predicado a ellos. En aquel tiempo no había otra cosa más trascendente que el “de boca en boca”.


Usábamos ramas caídas y torcidas a manera de fusiles y carabinas. Escupíamos de nuestras bocas los sonidos de los cañones para entender que disparábamos unos a otros. Pero yo nunca me atreví a disparar a Aurora, ella siempre combatía en mi bando, y si no, me dejaba vencer, sólo bajo sus armas. Pero para mí o mis amigos, la guerra no era nada más que ese juego.


Ese mes de Abril fue de lluvias. En los pasares de terreno alto hasta la calle más abajo se hacía la corriente del agua acumulada, charcos que cobraban vida, ríos que nacían sobre la piedra. Nosotros subíamos hasta ese empedrado para arrojar barquitos en el curso del agua. Fuera de nuestra imaginación no eran más que hojas caídas y marchitas de algún guayabo.


Rememoro los rasgos de mis amigos, sobre todos los guiños en sus ojos al reír todos juntos. Aurora a veces me tomaba de la mano cuando llovía muy fuerte y corríamos a casa, con nuestros pies torcidos por el terreno irregular, nuestros espíritus empapados, pero el corazón encendido gracias a los besos que ella me otorgaba en el rostro al decir adiós.


También recuerdo la sonrisa de mi dulce madre, como me cuidaba, hijo único, que rareza en ese tiempo. No olvido el sol del amanecer asomarse por la ventana y atravesar los jarritos de vidrio de colores acomodados en el descanso. Me gustaba poner mis manos recargadas en la mesa y ver los colores proyectados. Azul, verde, naranja y amarillo, todo mezclado entre sí haciendo así más tonos y gamas. Entonces aparecían las manos de ella y tomaban las mías, me daba un beso en la frente, y cuando se daba cuenta que mi cabello también quería ser besado, se lamía los dedos y me peinaba el copete hacia atrás. Después me servía mi desayuno favorito: una taza de chocolate y bizcochos de maíz. El abuelo llegaba cuando el sol ya había subido algunos grados y era en la mesa donde nos contaba sus relatos.


Ese día llegaría al pueblo un general insurgente de apellido Rayón. El abuelo nos relató que aquel hombre junto con otros había defendido el territorio de Zitácuaro en Michoacán. Pero fue en vano, los realistas los habían expulsado. Sin embargo, el abuelo relató la valentía con la que se defendieron, la defensa magnífica de aquellos hombres, la defensa de sus ideales. Le pregunté el porqué de la guerra. No respondió con claridad, sólo dijo, “Política, hijo”.


Esa tarde cuando nos permitían salir a los chicos, me reuní con mis amigos y les comuniqué la noticia. Un héroe de la guerra llegaría al pueblo de Salvatierra, viajeros insurgentes convocados a su causa lo habían confirmado. Fuimos a esperar al jardín de la parroquia de Nuestra Señora de la Luz, ésta vez dejamos a los hermanos pequeños de Julián y Aurora en casa. La gente comenzó a hacinarse en la plaza, curiosos y chismosos, niños jugando, vestidos con sus pantalones de algodón y sus camisas de indumentaria colorida. Las damas con sus vestidos de costura blancos y sus rebozos para cubrirse de la helada ventisca y el polvo que por ahí pasase. Todos queriendo escuchar la llegada en caballo de los señores aquellos. Nosotros queriendo ver en carne y hueso un poco de esas historias y cuentos que tanto nos encendían la imaginación. “No creo que sea tan alto, han de saber”, “Yo creo que será alto y grande, Julián”, Aurora discutía con Julián, yo callado, veía entre la multitud al este. Sabría que el general vendría de allí. El abuelo lo dijo, vendría del territorio de Urireo. Entonces vi el polvo que traía el viento, una neblina café, y los golpeteos de las herraduras. Entre esta aparecieron los jinetes y otros hombres a pie. De lejos vi su vestimenta, sacos de tela con partes de cuero de cerdo, chalecos con botones dorados, abotonados, una especie de corbatilla levantaba el cuello de la camisa hasta sus mejillas, y en el rostro sus patillas hasta la mandíbula. Todos llenos de tierra por el viaje, las patas de los caballos llenas de lodo. Comenzaron los saludos y las sonrisas, a esos conocidos desconocidos. Los insurgentes se bajaron de los caballos, y algunos se acercaron a saludar, algunas señoritas incluidas, juguetonas y conmovidas. Finalmente vi al general. “¡Rayón!” gritó uno, “¡General Rayón!” voceó otro. Era él, tenía que acercarme y verlo, la gente más alta que yo no me dejaba ver su imagen completa. En mi mente veía a un ser superior, así quería ver a esos soldados insignes, tal vez alados, con rostros fuertes y precisos. Me acerqué, tuve mi oportunidad y al llegar a los pies de éste ente, vi a un hombre cansado con un ojo destrozado. Me miró con lo que pudo, y se agacho a mi altura, supongo que vio la intriga que tenía proyectada en mis gestos. “Señor, ¿Porque hay guerra?” le dije serio, “Niño, sólo creo en lo que defiendo, y la sangre que vivía aquí necesita ser dueña y libre con desesperación”. Ese día pensé en la guerra fuera de los muros de mi hogar. Gente que creía en algo y lo defendía. Diferencias.


Días después se habló de que la guerra llegaría a Salvatierra. Los insurgentes formaban una defensa en el puente de Batanes. Nosotros bajamos al río calles antes. Queríamos ver cómo eran las cosas, la realidad. Ese día ninguno de los tres dijo la verdad acerca de dónde estaríamos. Llegamos a la falda del puente. Y nos sentamos a ver el flujo del agua. “Esto no es divertido, no es como las historias de los viejos” dijo Julián, “No tiene que ser divertido”, le dije, “Pero es divertido cuando nosotros lo hacemos” dijo Aurora. Entendí que no era el juego que jugábamos, ni las historias, ni los relatos. Era la política, la vida y la muerte, la violencia, las heridas, el amor, la pasión, el derecho, el pasado y el futuro, y en ese momento era el presente. “Hay que irnos, nosotros no somos soldados en ésta guerra”, “No seas coyón” me contestó Julián, me hizo enfurecer. “No soy coyón, soy sensato, ¿o acaso sabes lo que pasa si las armas te disparan o los cañones te tocan?”, “No va a pasar nada Ignacio, ¿Podemos quedarnos un rato más?”, me dijeron los dulces ojos de Aurora, su boca tierna. Pero, su voz se desvaneció y se ahogó con el sonido fortuito de la pólvora de los rifles. Entonces algunos huecos de silencio y mucho polvo del otro lado del puente, pisadas fuertes y rápidas, sonidos de recarga, gritos de combate, otra ronda de disparos. Bajaron insurgentes del vado al río y los enemigos que entraban a nuestro hogar hicieron lo mismo desde el otro lado. Un pilar nos resguardaba, de la vista y del fuego de los extraños. El polvo se levantó por el movimiento de los hombres, por sus zancadas y por el metal que se impactaba violento en la tierra. La naturaleza hacía su parte en la contienda, hacía presencia con su rugir, vientos que no se oían siempre, pronto todo el lugar se cubrió de una bruma sucia que irritaba los ojos. Fue entonces cuando los disparos se apaciguaron, y nuestros corazones se escucharon. “Esto es la guerra y el porqué de ella” me dije a mi mismo, nadie me escuchó.

Un hombre apareció a través del cúmulo de tierra, arrastrándose con sangre en toda su ropa y un rifle en su mano derecha. Se quedó quieto justo al llegar a nuestros pies, sin gemir o decir, sólo durmió al llegar a nosotros como una señal. Julián tomó el rifle, puso el dedo en el gatillo y sonrió. Lo empuñó natalmente. Sentí un beso en la mejilla, pero no había lluvia ni corríamos, aunque los disparos eran los relámpagos de esa tormenta. Julián salía de nuestro refugio, yo no había escuchado lo que se dijeron él y Aurora.


En mi mente sólo recuerdo dos cosas, la mano de Aurora esperando ser tomada por mí, mientras seguía a Julián a jugar a la guerra en contra del bando enemigo. Juro que quise luchar en su bando. Pero nunca sostuve su mano. La segunda cosa que recuerdo es mi nombre. “Ven Ignacio”. Mis amigos desaparecieron en la bruma y me quedé solo, hasta que escuché un par de fusiles gritar y rugir.


Traté de recordar los ojos de Aurora y los gestos de Julián mientras corría a casa, pero los gritos y el miedo no me dejaron.


Cuando llegué a calle Zaragoza encontré a mi madre llorando en la vadera. Al correr en su encuentro me abrazó fuerte y me subió a la carreta de comercio de mi abuelo con prisa. Me puso entre las verduras y algunas flores, el abuelo estaba ahí listo para partir, mi madre subió y los caballos flacos relincharon. Mientras avanzamos vi a las familias de mis amigos esperando entre llanto y corazones en sufrimiento. La pequeña hermana de Julián estrujaba una muñequita de trapo, los ojos de la madre de Aurora, casi los mismos, temblaban, es lo último que vi. Huimos.


Estando en la carreta vi temblar del cielo, las estrellas, las nubes, los montes, el humo, el polvo, y los caminos. Ya no quedó nada para mí en Salvatierra. Ni su gente, ni el puente, ni los templos. Nada. Sólo los recuerdos que aparecen intermitentes. Lo que nunca aparece en mis recuerdos son sus ojos. Sé que eran los más hermosos, eso lo recordaré siempre, más no su forma. Ahora me digo a mí mismo que Aurora y Julián, sólo defendieron lo que creían.

 

Sobre el autor:


Héctor Camacho, nació en Guadalajara, Jalisco el 10 de Octubre de 1995. Creció y desarrolló sus estudios en la ciudad y cuando llegó a la preparatoria, ingresó a taller de cine donde desarrolló su gusto por escribir y empezó formalmente a hacerlo.


Además de escribir siempre tuvo pasión por la música la cual actualmente es su actividad artística principal y también le ha ayudado a desarrollar su habilidad de escritor. 

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