top of page
Foto del escritorPseudointelectuales

La decisión de Mona

Mona abrió los ojos, una calidez desconocida la inundaba. La luz filtrándose a través de las cortinas cerradas era tan tenue que a las claras indicaba que aún no amanecía del todo. Ni siquiera los pájaros de por sí madrugadores iniciaban el día, pero ella anhelaba vivirlo completamente, no dejar escapar ni un sólo instante de esa memorable ocasión. ¿Cuánto hacía que se habían conocido? Si acaso un mes. Recordó con que desgano había aceptado hacer de chaperona de sus sobrinas mayores Clarita y Maricruz.


Duraron casi una semana insistiéndole para que las acompañara a los quince años de Aurorita la hija de doña Juana y don Macario el presidente municipal, un matrimonio ejemplar, de admirarse, según decía la gente, pero ¿cómo habían de faltar? si estarían los más notables e importantes de La Esmeralda. Cierto que ellas no eran de gran posición social en el pueblo, pero quien quita y por ahí se fueran relacionando con quien sí lo era.


A su edad, a la que había arribado sin sentirlo, ya era considerada como una figura de respeto. El tiempo taimado se le había ido caminando de puntillas delante de su nariz sin darse cuenta de ello. De pronto un buen día su hermana menor Isabel estaba casada con su novio de la secundaria. Pedro, el mayor de los cuatro hermanos, tenía ya rato de radicar en la capital donde se estableció al terminar su carrera de abogado, era el único que había estudiado, quizás porque siempre fue muy voluntarioso y cuando algo se le metía en la cabeza no paraba hasta lograrlo. Quedaban sin casar ella y Raquelito, pero esta era aún joven y todavía podía hacerlo. Muchas veces al regresar del mercado a su casa, imaginaba como sería la vida de sus amigas Elisa y Cande a las que veía solo de lejos cuando llevaban a sus hijos a la escuelita primaria que quedaba a la salida del pueblo. Caminaban presurosas con sus retoños de la mano, y al cruzarse le dedicaban una sonrisa no exenta de cierta condescendencia. Ahí estaba Mona, la que ya pintaba para quedada, para vestir santos, mientras ellas paseaban los domingos alrededor de la plaza del brazo de sus maridos. Sobre todo Cande, la que era su mejor amiga en la secundaria, lucía tan contenta, tan oronda en la nevería de la esquina comprando paletas de hielo a sus dos hijos, mientras su esposo Sebastián la esperaba recargado en la pared, cruzando los brazos sobre el pecho y apoyando la suela de su bota puntiaguda y reluciente en el muro.


Muchas veces deseó que su casa no quedara enfrente de la plaza para no ver por la ventana la vida pasar ante a sus ojos. Espiaba por la rendija que quedaba entre las cortinas sin atreverse a abrirlas. Se daba la media vuelta y se dirigía al patio interior, tomaba entonces una ollita azul de peltre despintada en los bordes y un poco achatada y se ponía a regar las macetas, tarea que su madre le había heredado al morir hacía ya dos años. De su padre solo recordaba el nombre, pues tenía más tiempo de recordarlo difunto que vivo.


Se levantó sin prisa, la casa estaba en silencio, semi oscura y dormida. Llegó hasta la cocina y se preparó un café. Se abrochó la bata hasta los tobillos y se cobijó dentro, empezaba a enfriar. Él la había citado en la cafetería del pueblo, la que estaba a un lado de la escuela, el calor del café quemó la sonrisa de sus labios. «¿Quieres bailar?», eso era lo primero que le había dicho la noche que lo conoció. Sorprendida no había sabido que contestar, pero él ya la tomaba de la mano jalándola suavemente hacia la pista, se sentía torpe y turbada entre sus brazos. Se dio cuenta de que la gente los miraba, quizás tan sorprendidos como ella. Jorge Canseco era el hermano menor de don Macario y estaba de visita. Algunos decían que le había ido muy bien en los negocios allá en la capital, que tenía dinero y que por eso se creía más que todos en el pueblo. No se había casado, aunque ya estaba en edad de hacerlo, pero al fin hombre podía hacerlo cuando quisiera, al menos eso decía la gente en el pueblo. Bailaron toda la noche, él hablaba por los dos, pero también se daba pausa para escucharla. Moreno de ojos oscuros y vestido con traje, no llevaba botas ni sombrero como todos en el baile. De madrugada las había llevado hasta la casa en su camioneta, Mona iba delante, Clarita y Maricruz en el asiento de atrás. Era tan emocionante que se sorprendió deseando que las niñas no fueran en el vehículo.


Jorge la había seguido frecuentando mostraba claramente un gran interés en ella. Mona estaba enamorada, irremediablemente enamorada. Habían paseado los domingos en la plaza y ella volteaba a ver la ventana, ¡que distinto se veía todo desde ahí! Pero él tenía prisa, debía regresar a la ciudad y ese día sábado deseaba hablar en serio del futuro de ambos, se verían a las ocho menos quince. Mona se preparó para la respuesta que le daría. Sonrió una vez más, con tanta distracción se había olvidado de hacer las compras y cuando abrió las puertas de la alacena sólo quedaban frijoles, bueno pensó, «pues comeremos frijoles».


Sentada ante la mesa de madera con cuatro sillas la mujer los limpió mecánicamente. A las tres de la tarde Mona y Raquelito comían en silencio, la más joven estaba huraña, enojada porque su hermana no había preparado algo mejor. «Claro, como anda toda volada por ese fuereño, todo se le olvida» pensaba molesta. Le lanzaba miradas llenas de enojo que la otra parecía no notar, ni siquiera se percataba de que ya llenaba su plato por segunda vez. Raquelito se vio obligada a preparar la salsa que acompañaba la comida, porque la muy tonta de Mona ni siquiera eso había hecho, «a la vejez viruela» pensaba con cierta envidia. Secretamente creía que de haber ido ella al baile Jorge ni siquiera hubiera volteado a ver a Mona, tenía treinta y cinco años, ¡pero si era ya una vieja! ¿cómo podía gustarle?


Terminaron de comer tan silenciosamente como habían comenzado. Mona fregó los trastos en el agua caliente, mejor que su hermana se hubiera ido a pasear con sus amigas, así tendría todo el tiempo para disfrutar a solas del resto de ese día maravilloso e inolvidable. Por la noche se vistió con su mejor atuendo: toda de blanco como una novia; se echó el rebozo sobre los hombros y salió al encuentro del amor. No siguió el sendero habitual para llegar a su cita, aunque ya estaba oscuro. Mona iba por las afueras del pueblo. La frescura del agua que corría dulcemente en la acequia tenía aroma de ilusión, sus pies marchaban con alegre ligereza sobre el bordo de tierra apretada que seguía con fidelidad el cauce del arroyo. La oscuridad se hacía cada vez mayor, escuchaba el canto de grillos y del agua al correr. Los frondosos árboles resguardaban las sombras, de repente al otro lado de la carretera una que otra casita se distinguía iluminada como luciérnaga. Empezó a sentir un dolorcillo en el vientre, aspiró un olor desagradable, se llevó las manos al vientre, el dolor la inclinó dominándola, se acuclilló sudando cerca de un pequeño arbusto. Los faros de una camioneta aparecieron, el vehículo se detuvo muy cerca. Los ocupantes no la notaron, una risita desagradable contaminó el aire. Cuando la puerta se abrió pudo ver a un apasionado don Macario manoseando a Elvira la empleada de la peluquería. Entre arrumacos y frases almibaradas de novela barata se declaraban su amor.


Mona sintió una profunda náusea, el dolor se le intensificó, lo sentía ascender reptando dentro como un animal emponzoñado. Casi a gatas huyó del lugar arrepentida de haber tomado esa vereda. Sentía una sorpresa que la anonadaba, ¿cómo era posible? Su rebozo estaba lleno de tierra; las barbillas lucían enzoquetadas, parecían las barbas de un vagabundo sucio y maloliente. Su paso ya no era tan ligero ni vivaz, sacudió la cabeza mareada, de nuevo el dolor y el mal olor que le impregnaba la nariz, ella la fruncía en un esfuerzo vano por evadirlo. El dolor seguía avanzando ya iba por encima de su vientre. Sintiéndose enferma se sentó sobre el borde de tierra. Enfrente suyo al otro lado de la carretera estaba la casa de Elisa, tal vez ella pudiera ayudarla. El mal olor llenaba todo el ambiente, era como una niebla densa que empezaba a ahogarla, y ese maldito dolor que en lugar de aminorar iba en aumento. Se tocó cerca del pecho, arrugó su vestido blanco, aterrada intentó levantarse, pero no llegó a hacerlo. Mona era una figura triste, abatida, el cabello húmedo pegado a su cara, encorvada sobre sí misma, las manos crispadas y la ropa sucia. ¿A dónde volver la cara cuando todo era tan sórdido?


De pie en el umbral de la puerta había visto a Sebastián y a Elisa que se despedían con un beso tan rápido como mezquino, él volteó hacia todos lados, luego corrió en dirección al pueblo.


El reptil que llevaba dentro le mordió el corazón envenenándoselo, se llevó las manos al pecho y aulló vomitando todo el dolor. Ahora sabía de dónde provenía el tufo maloliente que la había seguido todo el camino. Sus lágrimas resbalaron hasta el piso, serpenteando brincaron hasta el río. Arrojó el rebozo al suelo: Mona la mujer de blanco reflejaba una luz manchada con lodo. Giró despacio, caminaba lentamente, no tenía prisa. Él podía quedarse esperando, ¿para qué ir? al fin que todas las historias terminaban igual, pero no para ella, porque sin principio no había final y su decisión estaba tomada. Ya no había dolor: se le había secado el corazón.

 

Sobre el autor:

Rosario Martínez (Ojinaga, Chihuahua México) tiene publicado El aniversario y otros cuentos con Tintanueva Ediciones, 2014; La novela corta infantil Aluzia & Sombría y la novela corta Cambio de estaciones. Ha sido finalista ganadora y seleccionada en diferentes convocatorias y concursos en México, Argentina y Perú: Primera Antología de Escritoras Mexicanas, El nido del fénix (2018); Editorial Equinoxio, Argentina (2019) y Editorial El gato descalzo en Perú (2019).

60 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


Publicar: Blog2_Post
bottom of page