A la hora del desayuno Alma siempre me cuenta lo que soñó en la noche. No pierde la costumbre desde hace dos años que vivimos juntos. Al principio la escuchaba intrigado por su relato perfectamente construido en los detalles y situaciones. Nunca supe si rellenaba de su cosecha los huecos que se producen en ese estado o si en realidad así lo experimentaba ella, yo por lo general no recuerdo nada de mis sueños. Es más curioso que con esa capacidad de retención, mi esposa olvide cosas básicas en las horas diurnas. Hace unos días, por ejemplo, olvidó a káiser en el auto con los 35 grados de temperatura del mediodía. En el lapso de una hora, que duró concretando el trato para la venta de una casa, tuvo suerte de que káiser no se deshidratara y que nadie lo notó adentro, de lo contrario mi esposa hubiera sido linchada por los activistas de los derechos animales.
El incidente del perro me recordó a un sueño que ella misma me había contado: Una mujer conducía a oscuras por una carretera, apenas podía ver la línea amarilla del centro y más allá todo era un abismo. Siempre me dice desde qué perspectiva presencia las escenas, esa vez lo hacía desde el asiento copiloto, estaba ahí pero la mujer no la notaba. Llegaron a una tienda de autoservicio en medio de un campo de breña chamuscada, en el estacionamiento había decenas de carcasas de autos calcinados. Las luces del negocio eran la única fuente que iluminaba. La mujer bajó del auto y cerró la puerta con Alma adentro. Hasta ese momento pudo notar que la mujer vestía esos inconfundibles vestidos con hombreras de los años 80. Alma es especialmente cuidadosa al relatar la vestimenta de sus soñados. Esa mujer calzaba zapatos escolares negros y medias también negras, el vestido era violeta de tela sintética y brillante, tenía un amplio escote y usaba un collar de perlas. De su rostro sólo recuerda la cabellera negra y rebelde, porque sus facciones eran oscilantes, como si estuviera sumergida en el agua. En esas partes sus historias me desesperan un poco, creo que lo hace a propósito para alargar el desenlace de su narración, para darle tensión; y yo no puedo zafarme con pretextos, porque soy quien se queda en casa mientras ella tiene que salir temprano a trabajar. La mujer del sueño se paró frente al auto, como si por primera vez fuera consciente de la presencia de Alma. De su bolso sacó el control del auto: presionó el botón, sonó el pitido que activa la alarma y el coche se encendió en llamas. Por más que intentaba, Alma no podía abrir la puerta para escapar del fuego.
En verdad es muy distraída, pierde la noción del tiempo y tiene que salir a las carreras a su trabajo. Esta vez dejó olvidada una carpeta con unos contratos en los que trabajó hasta las tres de la madrugada. La puso en un banco del desayunador mientras tomaba café y me relataba el sueño más reciente. Como siempre, peinada a la perfección, recién bañada y con su traje sin una sola arruga. Con ese aroma a coco fresco que desparrama por toda la casa. Mientras cuenta su sueño me estremece el corazón que ya no pueda atenuar sus ojeras con el maquillaje, el cansancio notorio por desvelarse con el trabajo que trae a casa. A ella le preocupa envejecer de forma prematura y ansía encontrar un trabajo de menos horas con un salario similar. Aunque yo aún conserve ahorros de la liquidación de mi último empleo y aporte un poco para la casa, no puedo evitar sentirme un parásito, verla partir y regresar ya casi de noche, extenuada. Lo único que hago es sacar a káiser a pasear y preparar la cena, me siento un inútil. Las ilustraciones infantiles en las que trabajo no son más que un pasatiempo a los ojos de Alma, aunque ella lo niegue, me dé ánimos para continuar y augure éxito con alguna futura editorial. No se lo he contado, pero hace un mes me animé a mandar una maqueta de libro, los dibujos están inspirados en un sueño que ella alguna vez me contó y que por alguna razón me perturbó de buena manera. Uno de esos sueños bellos y tristes al mismo tiempo. No sé por qué no le conté, creo que me asusta la posibilidad de fracasar ante sus ojos, que me pregunte a cada momento si ya tuve contestación, y que finalmente trate de ser indulgente conmigo cuando me den un “no” como respuesta.
Voy rumbo a su trabajo a llevarle la carpeta olvidada. En la ruta me llama la atención un hombre que hace la parada y sube. Tiene la mirada severa, como uno de esos viejos militares que sienten desprecio por todo. Su rostro luce una barba descuidada y canosa. Observa a su alrededor, trae las manos metidas en su chamarra. De inmediato una señal de alarma se activa en mi cuerpo. Comienzo a sudar de nervios. No me puedo permitir perder el poco dinero que traigo conmigo, no en mi situación. Me bajo casi de un salto tres cuadras antes de llegar a la oficina de Alma, justo antes de que avance el autobús. No es hasta que estoy en la banqueta que me reprocho un poco ser tan paranoico. Y es que los asaltos ya parecen tradición por esta ruta. La semana pasada una pareja de maleantes subieron y mataron a cinco pasajeros, se dijo que uno trató de hacerse el héroe para impedir el robo. Una mujer y su bebé fueron parte de las víctimas mortales. Los asesinos lograron huir. A Alma le impresionó mucho el suceso, incluso tuvimos la mala suerte de ver las infames fotos de la nota roja: la señora era pequeña y delgada, vestía el uniforme de una tienda departamental y zapatos negros, uno de éstos perdido fuera de cuadro. Yacía boca abajo sobre el pequeño cuerpo de su bebé. La mujer intentó sin éxito protegerlo de las balas. Alma no paraba de mencionarme lo terrible que sería perder a un hijo y más de esa manera, que dentro de lo espantoso de la noticia, lo mejor fue que la madre también muriera, que un dolor así seguro es un peso insoportable de cargar. A mí me perturbó que ella dijera la frase lo mejor, cuando ni siquiera decir lo menos peor, sonaría correcto. Justo al día siguiente soñó a una madre con su niña, llovía fuerte e iban de la mano a cruzar la calle, al llegar a la mitad quedaron atrapadas de los pies en una coladera. La avenida se convirtió en un río de agua furiosa que las cubrió en un parpadeo. La mujer no pudo sostener más a su hija y la corriente la arrastró lejos de sus brazos. Cuando Alma despertó se dio cuenta de que en el sueño ella había sido la madre y que llevaba puesto el mismo uniforme que la víctima del asalto. Sus sueños me asustan un poco, pero nunca se lo digo.
Llego a la oficina y toco la puerta de vidrio. Alma se ve de pie al fondo, habla por teléfono al tiempo que toma nota y hojea unos documentos. Me hace una seña para que pase. Pega el auricular a su pecho, me abraza con una sola mano, me da un beso en la boca y luego las gracias por llevarle la carpeta.
—Esta noche quiero que lo intentemos de nuevo.— Me dice al oído.
—¿Estás segura? ¿Qué no estabas tomando pastillas?
—Las dejé hace una semana, hoy estoy en mi mejor ciclo.
—Está bien.— Titubeo un poco al responder. No creí que me lo pidiera tan pronto. Me despido y la dejo inmersa en sus múltiples tareas. Yo digo que es como esa diosa hindú de cuatro brazos.
De regreso en la ruta no puedo evitar sentirme ansioso. Alma me pone en un dilema que me convierte en un enjambre de pensamientos. Pasé por siete empleos distintos que ya probaron mi incompetencia, cada nuevo reafirmó más mi inutilidad como subordinado. Y aún así debo seguir en la búsqueda, no podría estar desempleado en caso de que ella quedara embarazada. Aunque todos nuestros intentos por tener hijos hayan fracasado, Alma no pierde las esperanzas. La última vez fue uno de los sucesos más trágicos para los dos: lo perdió a los seis meses de embarazo, justo después de que compramos la cuna. A pesar de que ella también estuvo en riesgo, no dejaba de culparse por lo sucedido, fueron días oscuros en los que se negaba a comer o salir de la casa. De esa horrible experiencia a la fecha, los nervios me atormentan por cualquier cosa y un miedo irracional me invade de repente. Alma no sabe que lloré por la posibilidad de perderla, incluso días después de enterarme que estaba fuera de peligro. Lo recordaba y sentía la desolación del paisaje de su pesadilla, como si ante mí se extendiera un campo interminable de breña chamuscada y una oscuridad absoluta.
Voy tan metido en mis pensamientos que no me di cuenta que justo en el asiento contiguo va sentado el mismo hombre de barba canosa que había visto antes. En cierto momento se pone de pie dándome la espalda y mete una mano al bolsillo de su saco. Me da un escalofrío y me vuelve la paranoia, ahora no veo la posibilidad de bajar a tiempo de la ruta. El hombre saca un brillo plateado que se lleva a la boca. Es una armónica. Sin decir una palabra comienza a tocar algo que me parece depresivo. Me sorprende que, con los movimientos bruscos del autobús, no pierda una nota y que por alguna razón su melodía no me resulte conocida. Por lo general los músicos improvisados que suben tocan canciones populares. Al terminar de tocar me doy cuenta que una mujer de su edad lo había estado sosteniendo del cinturón. Se pone de pie a su lado y ambos pasan por cada asiento y extienden la mano para recibir las monedas. La mujer trae puesto un vestido anticuado, violeta y con hombreras ochenteras. La miro como si hubiera descubierto en ella a una lejana conocida. En todo momento, la mujer apoya al hombre de la armónica. Quizá lo más sorprendente es que no dijeron ningún discurso lastimero. Me animo a darles unos pesos sin importar que después me hagan falta.
A pesar de que esta mañana no le puse mucha atención al sueño de Alma, me doy cuenta de que recuerdo muy bien su relato. Me dijo que soñó de nuevo el estacionamiento de la tienda de autoservicio, esta vez de día, con neblina fresca y un cielo azul metálico. El campo de matorrales quemados lucía lleno de puntos blancos y violetas: eran flores que crecían incluso encima de las carcasas calcinadas de los autos. Imaginar la escena me relajó.
Al llegar a casa me reciben los ladridos de káiser. Se echa encima de mí al abrir la puerta. Debajo de sus patas descubro una carta en el piso. El remitente hace que me regresen los nervios, destapo el sobre con manos temblorosas.
Apreciable Roberto:
Recibimos la maqueta de su libro infantil titulado: “Niños perro” y nos complacería ponernos en contacto con usted para ver los términos y…
Dejo de leer, doblo la carta a la mitad y la meto al bolsillo de mi camisa. Voy a la cocina, abro el refrigerador y me quedo mirando el interior por un rato. Me pregunto si con lo poco que hay dentro podré preparar una cena especial para Alma.
Sobre el autor:
Rogelio Silva Cerna. Colima, Colima, México. Autor del libro "Anatomía transparente". Escribe y dibuja. Espera que entre esas dos acciones, algún mensaje quede bien plasmado.
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