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El lago de las aves de papel

Actualizado: 23 ene 2020

Si alguien le hubiera dicho a Payper que terminaría en manos de la hija de su jefe, tal vez se hubiera lanzado a la trituradora, por eso mismo, ahora que se encontraba en una situación tan retorcida le era difícil mantenerse positivo.


Desde su llegada al mundo, solo había deseado ser como sus compañeros; pues aun cuando no existía entre ellos una diferencia física, ya que todos eran iguales: delgados, suaves y blancos; Payper siempre quiso también llenarse de números, tener sobre él contratos y firmas extravagantes de hombres de negocios, y aun cuando sabía llegaría su turno, la espera le consumía como si fuera fuego.


Fue cuando Diana, la hija de su jefe, llegó por primera vez al despacho y tomó a 10 de sus compañeros, que Payper se hizo a la idea de que su destino cambiaría. Ya la había visto en muchísimas ocasiones, ya que su lugar de trabajo era justo al lado de la computadora del padre de Diana, el señor Llamas. Payper y sus compañeros trabajaban exclusivamente para él, con algunas llamadas, unos cuantos golpes al teclado y oprimiendo el botón correcto en la computadora, era que los compañeros de Payper cumplían su función. Sin embargo, si Diana llegaba y pedía algo, su padre jamás lo negaba, así fue como algunos compañeros de Payper salían por la puerta y no volvían, con suerte podían acabar en la cocina, en el cuarto de la hija del jefe, aunque generalmente la señora de servicio al menor descuida los botaba cual basura.


Diana a su joven edad ya había viajado tanto como su padre, desde visitar París, Canadá, Alemania, Japón; Payper por otra parte, jamás había salido de su área de trabajo, tal vez tenía recuerdos de otra vida siendo un árbol, pero no eran tan nítidos como los de ahora, esperando a cumplir su propósito de oficina, lo cual se había complicado desde que el señor Llamas dejo de ir a trabajar hace unas semanas, pues toda labor se había detenido a excepción de cuando Diana venía a llevarse a algunos compañeros de Payper. Uno a uno se fueron, poco a poco eran cada vez menos y así pasaron los días hasta que fue turno de Payper.


Al llegar al cuarto de Diana, Tchaikovsky sonaba con su emblemático ballet, Payper se vio inhabilitado para huir y con todo el terror del mundo logro contemplar una vista que ni en sus peores pesadillas pudo imaginar, todos y cada uno de sus compañeros que Diana había llevado consigo estaban deformes, algunos sobre la cama, otros en el piso, unos más por la mesita de noche y en el monitor se encontraban imágenes de cómo realizar tal atrocidad paso a paso.


Con toda tranquilidad en sus movimientos Diana le hizo doblarse, el dolor de inmediato lo invadió, un segundo dobles al lado contrario, entonces el dolor se intensifico, como no tenía el tamaño “ideal” le dio un tijerazo, el dolor se hizo insoportable al verse despojado de su parte sobrante, sintiéndose incompleto, pero “perfecto” para lo siguiente, pues era el comienzo de su calvario hacia el infierno. En una posición imitando un papalote, le dio una vuelta y después hizo sus extremos se doblaran una vez más hacía dentro, casi parecía un avioncito, después se sintió a la mitad y su parte que terminaba en pico doblada para ser su cabeza, la mitad de su tortura era repetida hasta quedar “igual” en ambas caras y como toque final le dieron un leve jalón.


¿Qué carajos era ahora? Estaba seguro que jamás volvería a su forma original, que jamás se llenaría con números, de que jamás volvería al lado de la computadora del señor Llamas. Entonces vino la oscuridad y una luz.


“Hay una historia en Japón que cuenta –escucho decir al señor Llamas en su primera semana enfermo- que si haces mil grullas de origami, esta te concede un deseo, tal vez la inmortalidad o la cura de alguna enfermedad”. Diana estaba sentada en las piernas de su padre jugando con un ave de papel entre sus manos. “Pero yo solo sé hacer cisnes” respondió al borde de las lágrimas. “¡Mejor! –exclamo su padre- los cisnes son más hermosos, hazme cien y pronto me recuperaré” dijo sonriente a su hija, la cual le devolvió el gesto.


 

Sobre el autor:

Alejandra Pérez Cruz nació en Aguascalientes, México, en 1995. Estudió la Licenciatura en Letras hispánicas en la universidad autónoma de su ciudad, es activista LGBT+ en el grupo CUIR UAA. Ha impartido talleres de creación literaria y de teatro en diversas instituciones del estado, también ha publicado poesía en revistas como Pirocromo y Extrañas noches, y cuentos con el Colectivo Cultural Nahuallotl.



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