Supongo que debo aceptar que las cosas nunca saldrán como espero. Es más, ni siquiera porque me haga una idea de la peor forma que pudiesen suceder. Los malos pensamientos se impregnan como lapas inconscientemente. Es aquí donde la gente se conoce, se despide y donde casi toda: vive parte de su precaria vida. Se narran historias que frecuentemente se ignoran. La gente pasa como si supiera qué hacer con su vida y su libertad. No creo que haya quien sea fiel a su existencia porque a nadie le complace vivir en sociedad y por eso evitan pensar que forman parte de ella. Por eso, cuando caminan parece que lo hacen en automático, como si evitaran formar parte de lo que pertenecen. Siempre se puede percibir de distintas formas. He ignorado no sé cuántas.
Siempre es triste ver gente llorar dentro de los vagones o en el mismo andén. De pasar el incómodo instante que se vuelve colectivo y donde se comparte un sentimiento de compasión. Sin contar cuando es hora de mayor afluencia y todos viajamos sin espacio vital. Mientras la otra persona lucha consigo misma para no hacer mas evidente su dolor y todos lo notan más. Nunca falta quien dé pañuelos, solo mire morbosamente o pregunte “¿Estás bien?”
Yo he llorado en el metro y creo que nadie me habrá visto. Lo recuerdo: aquella hora: 10:10 a.m. (probablemente una sincronicidad) Centro Médico, línea café, línea nueve. Sentía que el último tren estaba por venir. Dirección: la de siempre, la que lleva a casa. Suponía que vendrían vagones con asientos completamente vacíos por lo que ridículamente me preparaba a fingir que dormía. Lo había ido a buscar. Víctima de esa enfermedad que se replica si no hay química que lo detenga. Esperé verlo para consolarme y hacerme la idea que seguiría yendo a visitarlo a su trabajo aun cuando no estuviera ahí. No lo vi y no lo he vuelto a hacer. Después de ese día dejé de preocuparme cuál sería el último tren.
Y si fue el último tren que se llevó la última oportunidad de encontrar una genuina ternura en todo esto. Mi miedo de perder al sereno. Se fue el espanto sin arbitrariedades y del que no me podré curar. Antes de dormir, esa fue la última noche en la que mi ansiedad me besó el fleco. Solo he pensado que los trenes vuelven y las personas no; o tal vez sí, cada cierto tiempo, son como ciclos, antes no me preocupaba en qué forma y cuándo. Se van o se quedan acorde su voluntad lo dicte.
La música lenta de covers que me parecen feos en este camino entorpecido de recuerdos que no quiero encontrar porque me abruman. Ni cuidarme de no pisar la línea amarilla, un beso en la boca y un abrazo los eliminan de ahí. Cuando el metro llega: viento, llanta quemada y fuego invisible. Vagoneros escondiéndose como gente “normal”. Y las vías. Y las lámparas. Y las paredes con anuncios horribles que quién sabe quién va a consumir. Teorizo sobre los mensajes subliminales que he consumido sin pensar durante toda mi vida. Pensar en respuestas genéricas para evitar dar información si alguien quiere platicar. Pero qué somos además de personas viviendo en el tercer mundo con una cabeza profana llena de errores que los adjudica (ocasionalmente) a terceros.
Voy como todos los días en la línea que me lleva a mi destino. Las preguntas surgen sin necesidad de ser contestadas: ¿Cuánta gente se citará bajo los relojes de Balderas al día? ¿A qué hora llegará la persona que me arruinará los próximos años de mi vida? (He de decir que es el mejor transbordo, es el más corto de todos, solo hay que subir unas escaleras eléctricas y caminar un poco) ¿A dónde ir, aun si se tiene el camino trazado y lleno de monotonía? ¿Qué hace que sus acciones naturales constituyan un dogma? ¿Nos vemos mañana? No puedo, tengo una cita con malgastar mi tiempo.
¿Nos veremos de nuevo? Lo dudo.
Sobre la autora:
Karen Delgado (Ciudad de México, 1999) Estudia Derecho en la Facultad de Estudios Superiores Aragón en la UNAM y la licenciatura en Derechos Humanos por la Escuela de Derecho Humano Ponciano Arriaga. Tiene textos publicados en la Revista Literaria Monolito y en diversos medios digitales. En 2019 fue parte de la onceava generación de escritores jóvenes por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana.
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